martes, 15 de julio de 2014

Dos verdades irrefutables


No pasaron 24 horas de una derrota de esas que duelen, de esas que dejan heridas sin cerrar y que alimentan la sed de revancha. Ni 24 horas pasaron que ya buscamos él culpable. Algunos recaen en Sabella, otros en el árbitro y ese bendito penal no cobrado y algunos como buenos argentinos empiezan a discutir lo indiscutible.
A mi gusto y parecer hay dos cosas imposibles de discutir. Una es una verdad irrefutable que los periodistas han sobredimensionado en este mundial por los resultados, pero que desde hace varios años y varios mundiales es imposible negar. Esa verdad tiene nombre y apellido y un estilo de juego cada vez que el juez de un partido de futbol da el pitido inicial y Javier Mascherano y su corazón estén en cancha. Ese temple, esa constancia, esa entrega. Un tipo que dejó la vida con cada camiseta que vistió. Mascherano no es solo este Mascherano de impecable mundial; es el pibe de River, el argentino ídolo en Brasil, el que Guardiola hizo jugar de libero y él que dejo todo cada vez que se puso la camiseta de Argentina. Mascherano siempre rindió.
Esta verdad es indiscutible y por eso nadie la discute. El periodismo la sobredimensiona por la simple necesidad de cubrir sus injustificables agravios, cuando los resultados no fueron favorables, al corazón de un tipo al que nunca le falto entrega.
La segunda verdad es irrefutable para mí, pero en otro país sería irrefutable para todos. Esa verdad también tiene nombre y apellido y un estilo de juego. Quizás un estilo de juego mucho menos pasional a la vista del espectador. Quizás menos eufórico. Quizás un estilo de juego que tiene mucho más que ver con el futbol. Y cuando hablo de futbol no hablo solo del deporte. Cuando digo futbol digo con la pelota. Porque el futbol se juega con una pelota. Porque uno puede dejar el corazón en cada partido. Uno puede ir a trabar con alma y vida. Uno puede correr con el corazón en la mano 20 metros a un tipo vestido de naranja para impedirle dejarnos derrotados. Pero todo eso tiene que ver más con la voluntad que con la pelota. Y el futbol en definitiva es un juego, un deporte, que se juega con una pelota.
A un ser tan pasional como el argentino yo no me atrevo ni siquiera a pedirle que no se emocione con Mascherano. Yo mismo me emociono con Mascherano. ¿Cómo no emocionarme? ¿Cómo no agradecerle? Ingrato de mi parte seria no reconocerle haber dejado el corazón en cada segundo de este mundial y de los 2 que había jugado anteriormente. Ingrato sería de mi parte creer que Mascherano puede haber muchos. Sería una injuria de parte mía hacia un tipo que admiro profundamente y que sus lágrimas mundial tras mundial han desatado en mí una tristeza profunda.
Pero para mí y simplemente para mí y sin menospreciar su labor en un partido de futbol, Mascherano es un árbol. Mascherano no me tapa el bosque. Porque aunque no me haya dado la capacidad futbolística ni para ser un Mascherano, para mí el futbol es Messi. Es su capacidad de volverse más chiquito de lo que realmente es e inmiscuirse entre dos defensores con la bola mansita al pie. Es ese pique despatarrado a toda velocidad acariciando la pelota con su pie izquierdo casi dormida a su merced. Es esa pegada mitad amable y mitad violenta que manda a la pelota girando sobre su propio eje hasta enredarse en el fondo del arco. Messi, Lionel Messi, La Pulga, Leo, Lío, es mi segunda verdad irrefutable.
Y es mía, y aunque sé que de muchos otros también, no me atrevo hablar por ellos. Hablo por mí en nombre de él y en contra de sus detractores. En realidad no en contra, si no con la intención de entenderlos. De comprender su impiedad  luego de cada derrota. De adivinar el porqué de cierto rencor ante quien el mundo reconoce como el mejor y que nosotros, a pesar de saberlo nuestro, profanamos su nombre tras el primer resultado adverso.
Esto no es nuevo. No es una posición adoptada por algunos post Mundial Brasil 2014. Es algo que se percibe en el aire en cada aparición de la Selección Argentina. Es un murmullo constante que casi en el único momento en que no se escucho fue durante la primera ronda de esta competencia que acaba de finalizar.
En un primer momento fue a través de la comparación con Maradona y una crítica casi imperceptible a su carácter: “no tiene el fuego sagrado del Diego”. Luego, los medios argentinos viralizaron la critica a través de una justificación futbolística: “No rinde lo que rinde en el Barcelona”. Después juzgamos sus sentimientos: “Si no quiere venir que no venga más. No siente la camiseta del seleccionado”. Con la llegada de Sabella se logró apaciguar el clima hostil pero no ceso el murmullo. Los detractores naturales y los oportunistas de las derrotas se agazaparon a la espera del momento justo para abalanzarse nuevamente sobre el astro.
El momento justo fue la derrota contra Alemania en la final y los cuatro partidos sin convertir goles luego de un arranque goleador en la fase de grupos del mundial. En el preciso instante en que el árbitro italiano termino con la esperanza del país, los argentinos 2.0 viralizaron las críticas en las redes sociales. “La próxima juguemos con 11” se leyó en un grupo de whatsapp. “Orgulloso de todos menos del pecho frio” leyeron algunos con los ojos todavía empañados en Facebook. “Háganle una transfusión de sangre” fue uno de los comentarios en la red social del pajarito.  
Y en ese momento, dolido aun por la derrota respire hondo y pedí pureza. Implore que volvamos a tener la pureza de los niños. Pero con el paso de las horas se me hizo imposible seguir tolerando esa irreverencia del argentino derrotista y empecé a intentar entender el porqué. Porque tanta saña, porque tanta critica injustificada, porque tanto empeño en defenestrar a quien podría darse el lujo de evitar este constante ensañamiento eligiendo no participar.
La única respuesta que encontré es simple y recurrente en nuestro ADN. Porque lo hicimos con el Diego de una forma diferente. Porque lo hicimos con cada uno de nuestros ídolos. La respuesta es que la culpa es del dolor. O de nosotros mismos que no podemos tolerar el dolor y creamos una coraza para que no nos afecte. La derrota nos ciega y no nos permite manejar nuestras emociones porque no podemos darnos el lujo de sentirnos tristes. Porque el orgullo se adueña de nuestro corazón y nos lleva a expulsar la bronca contra nuestra principal esperanza. Porque hay muchos que se pueden haber esperanzado con este equipo, con esta selección. Pero estoy seguro de que en realidad y más allá de la esperanza puesta en el equipo, era él quien representaba la esperanza argentina. Él es quien encabezaba la ilusión nuevamente. Es en él en quien depositamos toda nuestra fe para convertirnos nuevamente en los reyes del futbol. Es a él a quien le pedimos siempre un poco más. Pero cuando la derrota aparece… Chau. Nos convertimos en presos de nuestro orgullo y necesitamos traspasar nuestro dolor a otro. Aun con la posibilidad de convertirnos en el eje de las críticas de nuestro entorno que se mofa del dolor y sigue caminando erguido.
Porque en definitiva son ellos, los detractores naturales y los oportunistas de la derrota, quienes más sufren el dolor. Porque son ellos los que con un esfuerzo antinatural, niegan y reniegan de su sentir. Porque son ellos los que convierten la derrota en decepción. Y porque en definitiva son ellos los que se mueren por amarlo pero el miedo a sentir debilidad se los impide.

Por eso, es que lo único que tengo para recomendarles es que disfruten. Que se sienten y lo contemplen. Que no busquen en su rostro la alegría porque no la van a encontrar. Porque su timidez, su bajo perfil le impiden, quizás, esbozar una sonrisa constante. Pero les aseguro que si prestan atención, si lo miran detenidamente encontraran en su destreza futbolística el mayor despliegue de felicidad que un futbolista puede tener. Porque para volverse más chiquito de lo que realmente es e inmiscuirse entre dos defensores con la bola mansita al pie; para llevar a cabo ese pique despatarrado a toda velocidad acariciando la pelota con su pie izquierdo casi dormida a su merced; para tener esa pegada mitad amable y mitad violenta y mandar la pelota girando sobre su propio eje hasta enredarse en el fondo del arco; les aseguro que hace falta ser feliz. Les aseguro que un tipo que no es feliz, un tipo que no siente, por más habilidad que tenga es imposible llevar a cabo semejante destreza futbolística.