No
pasaron 24 horas de una derrota de esas que duelen, de esas que dejan heridas
sin cerrar y que alimentan la sed de revancha. Ni 24 horas pasaron que ya
buscamos él culpable. Algunos recaen en Sabella, otros en el árbitro y ese
bendito penal no cobrado y algunos como buenos argentinos empiezan a discutir
lo indiscutible.
A
mi gusto y parecer hay dos cosas imposibles de discutir. Una es una verdad
irrefutable que los periodistas han sobredimensionado en este mundial por los
resultados, pero que desde hace varios años y varios mundiales es imposible
negar. Esa verdad tiene nombre y apellido y un estilo de juego cada vez que el
juez de un partido de futbol da el pitido inicial y Javier Mascherano y su
corazón estén en cancha. Ese temple, esa constancia, esa entrega. Un tipo que
dejó la vida con cada camiseta que vistió. Mascherano no es solo este
Mascherano de impecable mundial; es el pibe de River, el argentino ídolo en Brasil,
el que Guardiola hizo jugar de libero y él que dejo todo cada vez que se puso
la camiseta de Argentina. Mascherano siempre rindió.
Esta
verdad es indiscutible y por eso nadie la discute. El periodismo la
sobredimensiona por la simple necesidad de cubrir sus injustificables agravios,
cuando los resultados no fueron favorables, al corazón de un tipo al que nunca
le falto entrega.
La
segunda verdad es irrefutable para mí, pero en otro país sería irrefutable para
todos. Esa verdad también tiene nombre y apellido y un estilo de juego. Quizás
un estilo de juego mucho menos pasional a la vista del espectador. Quizás menos
eufórico. Quizás un estilo de juego que tiene mucho más que ver con el futbol.
Y cuando hablo de futbol no hablo solo del deporte. Cuando digo futbol digo con
la pelota. Porque el futbol se juega con una pelota. Porque uno puede dejar el
corazón en cada partido. Uno puede ir a trabar con alma y vida. Uno puede
correr con el corazón en la mano 20 metros a un tipo vestido de naranja para
impedirle dejarnos derrotados. Pero todo eso tiene que ver más con la voluntad
que con la pelota. Y el futbol en definitiva es un juego, un deporte, que se
juega con una pelota.
A
un ser tan pasional como el argentino yo no me atrevo ni siquiera a pedirle que
no se emocione con Mascherano. Yo mismo me emociono con Mascherano. ¿Cómo no
emocionarme? ¿Cómo no agradecerle? Ingrato de mi parte seria no reconocerle
haber dejado el corazón en cada segundo de este mundial y de los 2 que había
jugado anteriormente. Ingrato sería de mi parte creer que Mascherano puede
haber muchos. Sería una injuria de parte mía hacia un tipo que admiro
profundamente y que sus lágrimas mundial tras mundial han desatado en mí una
tristeza profunda.
Pero
para mí y simplemente para mí y sin menospreciar su labor en un partido de
futbol, Mascherano es un árbol. Mascherano no me tapa el bosque. Porque aunque
no me haya dado la capacidad futbolística ni para ser un Mascherano, para mí el
futbol es Messi. Es su capacidad de volverse más chiquito de lo que realmente es
e inmiscuirse entre dos defensores con la bola mansita al pie. Es ese pique
despatarrado a toda velocidad acariciando la pelota con su pie izquierdo casi
dormida a su merced. Es esa pegada mitad amable y mitad violenta que manda a la
pelota girando sobre su propio eje hasta enredarse en el fondo del arco. Messi,
Lionel Messi, La Pulga, Leo, Lío, es mi segunda verdad irrefutable.
Y
es mía, y aunque sé que de muchos otros también, no me atrevo hablar por ellos.
Hablo por mí en nombre de él y en contra de sus detractores. En realidad no en
contra, si no con la intención de entenderlos. De comprender su impiedad luego de cada derrota. De adivinar el porqué
de cierto rencor ante quien el mundo reconoce como el mejor y que nosotros, a
pesar de saberlo nuestro, profanamos su nombre tras el primer resultado
adverso.
Esto
no es nuevo. No es una posición adoptada por algunos post Mundial Brasil 2014. Es
algo que se percibe en el aire en cada aparición de la Selección Argentina. Es
un murmullo constante que casi en el único momento en que no se escucho fue
durante la primera ronda de esta competencia que acaba de finalizar.
En
un primer momento fue a través de la comparación con Maradona y una crítica
casi imperceptible a su carácter: “no tiene el fuego sagrado del Diego”. Luego,
los medios argentinos viralizaron la
critica a través de una justificación futbolística: “No rinde lo que rinde en
el Barcelona”. Después juzgamos sus sentimientos: “Si no quiere venir que no
venga más. No siente la camiseta del seleccionado”. Con la llegada de Sabella
se logró apaciguar el clima hostil pero no ceso el murmullo. Los detractores
naturales y los oportunistas de las derrotas se agazaparon a la espera del
momento justo para abalanzarse nuevamente sobre el astro.
El
momento justo fue la derrota contra Alemania en la final y los cuatro partidos
sin convertir goles luego de un arranque goleador en la fase de grupos del
mundial. En el preciso instante en que el árbitro italiano termino con la
esperanza del país, los argentinos 2.0 viralizaron
las críticas en las redes sociales. “La próxima juguemos con 11” se leyó en
un grupo de whatsapp. “Orgulloso de todos menos del pecho frio” leyeron algunos
con los ojos todavía empañados en Facebook. “Háganle una transfusión de sangre”
fue uno de los comentarios en la red social del pajarito.
Y
en ese momento, dolido aun por la derrota respire hondo y pedí pureza. Implore
que volvamos a tener la pureza de los niños. Pero con el paso de las horas se me
hizo imposible seguir tolerando esa irreverencia del argentino derrotista y empecé
a intentar entender el porqué. Porque tanta saña, porque tanta critica
injustificada, porque tanto empeño en defenestrar a quien podría darse el lujo
de evitar este constante ensañamiento eligiendo no participar.
La
única respuesta que encontré es simple y recurrente en nuestro ADN. Porque lo
hicimos con el Diego de una forma diferente. Porque lo hicimos con cada uno de
nuestros ídolos. La respuesta es que la culpa es del dolor. O de nosotros
mismos que no podemos tolerar el dolor y creamos una coraza para que no nos
afecte. La derrota nos ciega y no nos permite manejar nuestras emociones porque
no podemos darnos el lujo de sentirnos tristes. Porque el orgullo se adueña de
nuestro corazón y nos lleva a expulsar la bronca contra nuestra principal
esperanza. Porque hay muchos que se pueden haber esperanzado con este equipo,
con esta selección. Pero estoy seguro de que en realidad y más allá de la
esperanza puesta en el equipo, era él quien representaba la esperanza
argentina. Él es quien encabezaba la ilusión nuevamente. Es en él en quien
depositamos toda nuestra fe para convertirnos nuevamente en los reyes del
futbol. Es a él a quien le pedimos siempre un poco más. Pero cuando la derrota
aparece… Chau. Nos convertimos en presos de nuestro orgullo y necesitamos
traspasar nuestro dolor a otro. Aun con la posibilidad de convertirnos en el
eje de las críticas de nuestro entorno que se mofa del dolor y sigue caminando
erguido.
Porque
en definitiva son ellos, los detractores naturales y los oportunistas de la
derrota, quienes más sufren el dolor. Porque son ellos los que con un esfuerzo
antinatural, niegan y reniegan de su sentir. Porque son ellos los que
convierten la derrota en decepción. Y porque en definitiva son ellos los que se
mueren por amarlo pero el miedo a sentir debilidad se los impide.
Por
eso, es que lo único que tengo para recomendarles es que disfruten. Que se
sienten y lo contemplen. Que no busquen en su rostro la alegría porque no la
van a encontrar. Porque su timidez, su bajo perfil le impiden, quizás, esbozar
una sonrisa constante. Pero les aseguro que si prestan atención, si lo miran
detenidamente encontraran en su destreza futbolística el mayor despliegue de
felicidad que un futbolista puede tener. Porque para volverse más chiquito de
lo que realmente es e inmiscuirse entre dos defensores con la bola mansita al
pie; para llevar a cabo ese pique despatarrado a toda velocidad acariciando la
pelota con su pie izquierdo casi dormida a su merced; para tener esa pegada mitad
amable y mitad violenta y mandar la pelota girando sobre su propio eje hasta
enredarse en el fondo del arco; les aseguro que hace falta ser feliz. Les
aseguro que un tipo que no es feliz, un tipo que no siente, por más habilidad
que tenga es imposible llevar a cabo semejante destreza futbolística.
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