Uno de
los primeros golpes a las universidades nacionales, luego de la reforma de
1918, donde se perdió no solo su autonomía si no también el material humano que
jerarquizaba las facultades de la Argentina y sobre todo la Universidad de
Buenos Aires.
A 40
años de esa noche fatídica, Pagina/12 a través de su periodista Javier Lorca
nos acercaban los rasgos más siniestros que se vivieron esa noche.
“Pegaban bien, pegaban con ganas”
Por Javier Lorca
“Sáquenlos
a tiros, si es necesario. ¡Hay que limpiar esta cueva de marxistas!” La orden
la pronunció hace cuatro décadas el jefe de la Policía Federal, Mario Fonseca,
obedeciendo con rigor vertical el mandato del general Juan Carlos Onganía,
apoyado por una extendida aquiescencia social, incluidos vastos sectores
universitarios. El objetivo de la “Operación Escarmiento”, minuciosamente
cumplido el viernes 29 de julio de 1966, era desalojar las cinco facultades de
la Universidad de Buenos Aires (UBA) que estudiantes y profesores mantenían
ocupadas en rechazo a la intervención recién decretada por la dictadura
militar. El método aplicado fue la irrupción de la Infantería, con especial
saña en Ciencias Exactas y en Filosofía y Letras –las facultades más renovadoras–,
primero lanzando gases lacrimógenos y luego descargando bastonazos sin
discriminar hombres de mujeres, ni alumnos de docentes, graduados o decanos. En
la perspectiva de las posteriores tragedias nacionales, la Noche de los
Bastones Largos resultaría un simbólico y sombrío preludio. Para la UBA,
marcaría el final de sus años dorados y encarnaría la escena primordial de un
mito tan riesgoso como fundado en la realidad, al que Christian Ferrer ha
llamado “el relato de un martirologio”: la universidad pública como víctima,
lacerada y flagelada por golpes y exilios forzados, por crímenes, persecuciones
y desapariciones, por ajustes y privatizaciones.
Un mes
después de derrocar al presidente Arturo Illia, Onganía decretaba el cese de la
autonomía en las universidades, sedes dilectas del enemigo interno para la
Doctrina de la Seguridad Nacional. Había anunciado un plazo de 48 horas para
que las autoridades académicas decidieran si se cuadraban o renunciaban, pero
no esperó. En la noche del mismo viernes 29 envió a la policía a las facultades
de Ciencias Exactas, Filosofía y Letras, Arquitectura, Medicina e Ingeniería,
pacíficamente tomadas, al igual que el rectorado de la UBA, donde el rector
Hilario Fernández Long se había recluido para manifestar su rechazo.
Cerca de
las 22 la Infantería ya rodeaba la Manzana de las Luces, sobre Perú al 200,
donde funcionaban Exactas y Arquitectura. Adentro había cientos de personas:
alumnos cursando y otros, junto con docentes y autoridades, intentando resistir
la intervención militar durante el fin de semana. Habían cerrado puertas y
ventanas, habían montado barricadas usando bancos y pupitres. Con los cascos
puestos y los bastones preparados, los policías esperaban la orden de actuar.
Cuando los vio, el vicedecano de Arquitectura, Carlos Méndez Mosquera, se
acercó a uno de los oficiales y le preguntó qué pasaba. “¡Ataquen!”, fue la
respuesta, un alarido, prólogo de los gritos y estallidos que seguirían.
A pocos
metros de allí, en Exactas, los hechos se replicaban. “¿Cómo se atreve a
cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios”,
increpó Rolando García al uniformado que encabezaba el operativo. Un corpulento
subalterno rompió filas e intentó romperle la cabeza con su bastón. Con sangre
sobre la cara, el decano se levantó y repitió sus palabras. También se repitió
el bastonazo. “Pegaban bien, pegaban con habilidad, pegaban con ganas”,
resumiría luego Manuel Sadosky, entonces vicedecano de Exactas.
Sobre la
Avenida Independencia al 3000, en la Facultad de Filosofía y Letras, policías
armados habían superado el hall e ingresaban al patio y las aulas. Estudiantes
y docentes corrían, tratando de esquivar insultos y culatazos. Algunos lograron
escapar por las ventanas, muchos más fueron golpeados y detenidos. También era
desocupada la Facultad de Ingeniería. Sólo en Medicina no se registraban
incidentes.
Disipados
los gases lacrimógenos, la Infantería comenzó a arrear a la gente y organizar
el desalojo de Exactas. Primero todos contra la pared de un aula, brazos arriba
y piernas separadas: “¡Al que apoye las manos en la pared, le reviento los
dedos!”. Los lamentos y las súplicas dejaron oíruna falsa orden: “Preparen,
apunten...”, simulacro de un fusilamiento que no fue. Después, como es fama,
los universitarios fueron ordenados en fila y, camino a los camiones celulares,
debieron pasar de a uno por entre dos formaciones de policías, una a tres
metros de la otra, mientras sus cuerpos eran sucesivamente molidos a patadas y
bastonazos. Por milagro o porque sabían calculadamente lo que hacían, no hubo
muertos. Sí muchos heridos y, se estima, más de 500 detenidos. Los profesores,
en su mayoría, fueron liberados a la madrugada. “No se nos tomó declaración, no
se nos procesó por nada –relató tiempo después Rodolfo Busch, profesor de
Exactas–, nunca estuvimos presos, nunca hemos sido apaleados.”
Al otro
día, Onganía clausuró todas las universidades por tres semanas. Para el 22 de
agosto la intervención había sido instrumentada. Ese día asumía Luis Botet como
rector interventor de la UBA. Su proclama: “La autoridad está por encima de la
ciencia”. Desde aquel momento, la UBA pasó a ser una institución vigilada, con
policías de civil transitando sus pasillos y espiando lo que ocurría en las
aulas a través de pequeñas ventanas en las puertas. Con todo, el resultado
sería el inverso al deseado por la dictadura militar: la actividad política no
haría más que crecer en las facultades.
La
renuncia y el exilio de cientos de profesores e investigadores desmantelaron el
proyecto de universidad científica que, a contrapelo del modelo
profesionalista, había comenzado a gestarse en la UBA desde 1957, tras la
recuperación de la autonomía. Un proyecto que había multiplicado el número de
profesores con dedicación exclusiva (eran 9 en 1958 y 700 en 1966), había
modernizado las estructuras curriculares, renovado el plantel de profesores y
abierto nuevas carreras (Sociología, Psicología, Educación, Economía), había
creado los departamentos de Extensión y de Orientación Vocacional... Manuel Sadosky
había fundado el Instituto del Cálculo, donde puso en funciones la primera
computadora del país, en 1961. El sabotaje y posterior destrucción de la
célebre y enorme Clementina, ocurrido durante la intervención militar, suele
ser recordado como símbolo del saqueo sufrido por la universidad pública. Pero,
aunque llevó décadas, hoy existe Clementina II. Otras pérdidas institucionales
continúan sin reemplazo, como tantas capacidades potenciales amputadas que
nunca pudieron realizarse. Creada en 1958, Eudeba –la editorial de la UBA que
gerenció Boris Spivacow– llegó a publicar y distribuir más de 10 millones de
libros a precios populares, con enorme éxito comercial y cultural. Hasta julio
de 1966.
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